sábado, 24 de marzo de 2012

Colegio Monte Tabor.Primer Premio de VI concurso literario "Mio Cid" . 7ª Categoría. Padres y Profesores



BERNARDO DE GALVEZ Y LA BATALLA DE PENSACOLA (1781)
Por D. José Mª García-Arias Vieira


La tensión a bordo del  buque insignia de la flota española fondeada frente a Pensacola resultaba insoportable. Los comandantes de los buques, reunidos alrededor de almirante de la flota, D. José Calvo Irazábal, asistían, atónitos, a la  discusión que mantenía con el mariscal de campo D. Bernardo de Gálvez. Los soldados que, firmes y con la mirada al frente, custodiaban el camarote de oficiales, temblaban dentro de sus uniformes. Nada bueno podía salir de aquel enfrentamiento entre los responsables de la operación que, hasta hacía poco, transcurría dentro de la normalidad militar. La marinería y los infantes de marina embarcados en el navío San Román permanecían en las cercanías del lugar del  que provenía el intercambio de gritos, exclamaciones y amenazas que preludiaban una asonada de imprevisibles consecuencias. Unos y otros mantenían una actitud belicosa, a la espera de que cualquiera de sus superiores diera el paso definitivo hacia un enfrentamiento abierto entre los encargados de maniobrar el buque y los soldados que tendrían que combatir en tierra para tomar aquel territorio ahora en manos británicas.

Habían llegado a la bahía el día 7 de marzo de 1781. Dos días después se había tomado la isla de Santa Rosa, que protege su entrada y deja un reducido paso, repleto de bajíos,  dificultando, hasta casi hacerlo imposible, el acceso de los buques a su interior, máxime bajo el fuego de los fuertes artillados que protegen, envolviéndola por sus flancos, la ciudad sitiada.

Aquella misma mañana, el almirante Calvo había intentado forzar la entrada de la bahía, pero su buque encalló y estuvo en un tris de perderse. Hubo que aguantar el fuego enemigo hasta que la subida de la marea y el aligeramiento de la carga del barco permitìeron volverlo a poner a flote. Demasiado riesgo para una flota tan poco numerosa. Entrar en aquella ratonera, con todo el fuego de la artillería enemiga concentrado en el estrecho paso que permitían unos fondos de los que la escuadra española no poseía cartografía alguna, sólo podía llevar al desastre. Calvo no estaba dispuesto a perder su flota, ni mucho menos a proporcionar un sangrienta victoria a los generales Chester y Campbell. No iba a permitirse perder a los casi siete mil soldados que, entre infantes de marina, granaderos, soldados criollos y voluntarios, habían ya puesto pie en tierra y necesitaban urgentemente el apoyo de la artillería naval para poder avanzar o, al menos, no perder sus posiciones. Además, Calvo era consciente de que una importante flota inglesa andaba cerca. Demorar por más tiempo el sitio era un riesgo que rayaba en la insensatez

Por ello, nada más volver a sentir el suave balanceo del San Román, libre de las ataduras del fondo arenoso que estuvo a punto de provocar su pérdida, tomó la decisión de ordenar el reembarque de las tropas de tierra para poner rumbo a La Habana. Ordenó comunicar a las restantes embarcaciones la inmediata puesta en el agua de todas las chalupas para recoger a las tropas desembarcadas y preparar los navíos para la partida.

-”Excelencia, desde el bergantín Galveztown el mariscal Gálvez solicita una reunión inmediata de todos los comandantes de los buques a bordo del San Román”.

 “El joven Gálvez”. -contaba treinta y cinco años y hacía dos que había sido ascendido a mariscal de campo- “Ese muchacho insolente, hijo del Virrey de México y sobrino del ministro de las Indias. ¿Quién es él para solicitarme nada?. Que cumpla las órdenes. Soy yo quien toma las decisiones y por duras y desagradables que resulten, su obligación es acatarlas y ponerlas en ejecución de inmediato”.

“Excelencia, -se atrevió a interrumpir el segundo de a bordo- quizá fuera conveniente escuchar al mariscal Gálvez. El exitoso bloqueo del puerto de Nueva Orleans, los numerosos combates librados para asegurar el control del Misisipi y la toma de Mobile hacen de él un oficial prestigioso, digno del mayor respeto”.

“Sea. Convoque a los comandantes de la flota a consejo. No dudo de que la disciplina de mis oficiales convencerá a Gálvez de lo insolente de su actuación”.

Poco después, D. José Calvo repetía, esta vez de viva voz, la orden de embarque e inmediata partida.  Sus oficiales, sin romper siquiera un segundo la disciplinada compostura, expresaban, sólo mediante la mirada, la profunda decepción que acatar aquella orden les provocaba. No podían evitar la sensación de que se trataba de una huida ante un enemigo que, aunque peligroso, podía ser reducido, aun a costa de sufrir pérdidas dolorosas.

El capitán de fragata D. Miguel Alderete, al mando de la Santa Clara, artillada con 34 cañones solicitó permiso para hablar, que le fue inmediatamente concedido

-”Excelencia, debiéramos considerar la posibilidad de que el capitán Goicoechea y yo mismo emboquemos el canal con las dos fragatas de que disponemos. Su menor calado y mayor maniobrabilidad podrían permitirnos franquear el paso con relativa rapidez. Una vez situados frente a Pensacola y con nuestra artillería operativa, el San Román puede iniciar el paso más despacio y tomando mayores precauciones”.

-”Eso es una temeridad, capitán”-Calvo apenas podía sostener su irritación ante la insistencia de su subordinado. “El riesgo de embarrancar  es muy considerable y no digamos el de ser alcanzado por las baterías enemigas. Perderíamos las dos fragatas, el reembarque de las tropas resultaría imposible y sólo nos quedaría este navío para hacer frente a un eventual encuentro con la flota inglesa, con lo que perderíamos todos los transportes. Una locura que no estoy dispuesto a autorizar”.

-”Y por lo tanto, huimos. Les enseñamos la avergonzada enseña que ondea en la popa del buque insignia a los ingleses. Nos volvemos a La Habana, perdiendo así la iniciativa que hemos mantenido durante dos años y, de paso, demostramos al mundo que los soldados de Su Católica Majestad, D. Carlos III, son derrotados por el miedo y por la cobardía”-

-“Gálvez”.”¡Firmes!”. “Su insolencia no conoce límites. Ni su padre ni su tío podrán evitar el Consejo de Guerra que ordenaré que se le forme en cuanto regresemos a La Habana. Su Excelencia no merece vestir el honroso uniforme de España. Sólo merece la degradación y, quizá, un pelotón de fusilamiento”.

-”Los galones que luzco con orgullo los he ganado venciendo a los ingleses en cuantas ocasiones me ha sido dado plantarles cara. Nada tienen que ver mi padre ni mi tío. Han sido mi arrojo y mi firme voluntad de no dar cuartel al inglés los que me han otorgado cada uno de los entorchados que engalanan mi uniforme. Para derrotar al enemigo es imprescindible la voluntad de vencer y Su Excelencia carece de ella. Yo digo, aquí y ahora, que vuestra actitud es contraria al espíritu de las Ordenanzas militares; que vuestro acto es indigno de quien sirve a la corona de España y que de esa indignidad deberéis rendir cuentas, no a mí, ni al rey, ni siquiera a España. Será la Historia la que os degrade a la ignominia. Caeréis en el estruendoso olvido que acompaña al que, pudiendo escribir una página de gloria en el sagrado libro de la patria, huye buscando la seguridad y el consuelo de sus mujeres”.

Retrato de Bernardo Gálvez. Virrey de Nueva España.
-”Mariscal” - Calvo se dirigió al mariscal de campo D. Juan Manuel de Cajigal y Monserrate, segundo comandante de Gálvez.”Conduzca al mariscal Gálvez al Galveztown y manténgalo bajo arresto hasta que desembarquemos en la Habana. La reunión ha terminado“. Y. dirigiéndose al resto de los oficiales presentes. les ordenó

-”Pongan en marcha las órdenes recibidas. Partiremos en cuanto las tropas de infantería estén embarcadas y los buques preparados para levar anclas”.

Ya a bordo de su buque, Gálvez fue recluido en su camarote. Cajigal, muy a su pesar, comunicó a la oficialidad las desagradables novedades que se habían producido a bordo del San Román. Transmitió las órdenes de Calvo y decidió visitar a su superior, ahora destituido del mando y cuyo futuro no podía presentársele peor.

-“Mala singladura, Cajigal. Esta vez la fortuna viene de proa”. No parecía sentirse demasiado afectado por el cúmulo de adversidades a los que tenía que hacer frente. Si bien permanecía serio, su actitud no era la de quien se siente derrotado.

-“Gálvez, os habéis extralimitado. Vuestra actitud no ha dejado otra alternativa al almirante Calvo. Sabéis que os respeto y os admiro. Me tengo por vuestro amigo, pero  habéis sobrepasado el límite de la insubordinación. Siento tanto como vos el fracaso de esta expedición y estoy convencido de que lleváis razón, pero con vuestras palabras habéis rebasado las normas más elementales que vuestra condición de militar os imponen”.

-“Tenéis razón, Cajigal. La referencia de Calvo a mis parientes, dando a entender que es a ellos a quienes debo mis ascensos y condecoraciones,  me ha hecho perder la compostura y comportarme de manera indigna. Pero habréis de reconocer que, al margen de lo inapropiado de mis expresiones, renunciar a la toma de Pensacola no puede traer sino consecuencias negativas. No sólo porque es posible conseguir el objetivo, sino porque ello conlleva retroceder hasta la situación a la que nos vimos abocados en 1763, cuando entregamos La Luisiana a los ingleses y pusimos en serio riesgo toda La Florida, verdadero objetivo del rey Jorge. Después caerán Cuba y todas las islas del mar  Caribe. Ese será el verdadero precio de nuestro fracaso. Ese y la vergüenza de no haber siquiera intentado cumplir con nuestro deber. Parece que olvidamos que somos militares al servicio de España y que nuestras vidas valen lo que vale nuestro valor, nuestra voluntad y empeño en cumplir con las misiones que nos encomiendan”.

El coronel José de Ezpeleta entró en ese momento en el camarote. Tras saludar a sus dos superiores, puso en su conocimiento que los comandantes de las cuatro brigadas desembarcadas habían recibido de muy mal talante las órdenes cursadas por Calvo y transmitían al mariscal Gálvez su disposición a mantener las posiciones si así lo decidía. Se ponían a las órdenes de su mariscal y estaban dispuestos a morir combatiendo antes que volver la espalda al enemigo.

Cajigal tomó una decisión arriesgada. Quizá fuera una locura que acabara con sus huesos en algún castillo. Quizá perdiera toda su brillante carrera militar. No importaba. Él también prefería perderlo todo antes que convertirse en cómplice de un acto que consideraba cobarde. Se puso, de nuevo, a las órdenes de Gálvez, devolviéndole el mando y dispuesto a arrostrar las nefastas consecuencias que su acción podría conllevar.

El teniente Vila solicitó permiso para subir a bordo del San Román. Traía un mensaje del  Galveztown, con órdenes precisas de entregárselo personalmente al almirante Calvo. Ya en presencia de éste, le hizo entrega de un pesado paquete y del mensaje escrito que remitía el mariscal Gálvez.

El paquete contenía una bomba y el mensaje decía:

“Una bala de a treinta y dos recogida en el campamento, que conduzco y presento, es de las  que reparte el fuerte de la entrada. El que tenga honor y valor, que me siga. Yo voy delante con el Galveztown para quitarle el miedo”.

Calvo no tuvo tiempo de reaccionar. El griterío proveniente de cubierta hizo que abandonara el camarote donde había recibido el mensaje. Lo que observó cuando llegó a su puesto de mando, le dejó sin aliento. El Galveztown, con Gálvez situado en el puesto más visible y enarbolando la enseña de almirante, seguido por la balandra Valenzuela y dos lanchas cañoneras bajo su mando directo,  enfilaba el estrecho y peligroso canal que daba acceso al interior de la bahía, al tiempo que lanzaba hasta quince andanadas de su artillería a modo de aviso de que su acción no tenía vuelta atrás. Inmediatamente, un intenso fuego artillero, proveniente de los fuertes ingleses, hizo saltar agua y limo alrededor del bergantín que, sin recibir ningún impacto, continuaba impertérrito su peligrosísima incursión. Nada lo detenía. Nada podía detenerlo.

A punto de perderse de vista el Galveztown, rebasada la isla de Santa Rosa, la escuadra española, espontáneamente, sin esperar órdenes, se puso en movimiento. Las fragatas Santa Clara y Santa Cecilia, seguidas del chambequín  Caimán  y del paquebote San Gil  iniciaban su andadura tras la estela del bergantín suicida. Le siguieron todas las demás embarcaciones. La acción resultaba ya imparable.

Aún estaban atravesando el canal, cuando el Galveztown, ya situado frente a las fortificaciones de Pensacola, inició un eficaz bombardeo, al que siguió de inmediato el fuego artillero de las baterías desembarcadas. Entre ambos, abrieron numerosas brechas en las defensas británicas por las que se colaba la infantería española, con las bayonetas caladas y alentados por el irrefrenable empuje de sus oficiales. Pensacola estaba derrotada. Así lo entendieron los generales ingleses. El día 9 de mayo de 1781, Chester y Campbell rindieron la ciudad y fueron hechos prisioneros. La bandera de España volvía a ondear después de dieciocho años, orgullosa, en aquella ciudad, la última que los ingleses poseían en el territorio continental del golfo de México. El arrojo, la determinación y el carácter indómito del mariscal de campo D. Bernardo de Gálvez culminaron una hazaña determinante en el decurso de la Guerra de la Independencia de las colonias inglesas del Norte de Amèrica.

Lejos de recibir castigo alguno por su insubordinación. Bernardo de Gálvez fue distinguido por el rey Carlos III con los títulos de Vizconde de Galveztown y Conde de Gálvez, incorporando a su escudo de armas el lema “Yo solo”, en referencia a su hazaña de Pensacola

En 1784 fue nombrado Gobernador y Capitán General de Cuba

En 1785 fue designado por el rey Virrey de Nueva España

Falleció en 17 de junio de 1785, a los cuarenta años de edad, y sus cenizas reposan, junto con los de su padre, en la Iglesia de San Fernando, en la ciudad de México.

Desde el primer momento fue considerado un héroe de la independencia de los Estados Unidos de América,  hasta el punto de desfilar a la derecha del George Washington en la parada militar del día 4 de Julio

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