miércoles, 28 de marzo de 2012

Colegio Monte Tabor.Primer Premio de VI concurso literario "Mio Cid" . 5ª Categoría. 3º y 4º de ESO.

Amar a un semejante
Por Blanca Planells Merchán   3º ESO B

La fiebre me había vuelto a subir. Sudores fríos recorrían mi cuerpo y los ojos me escocían. Llamé a Irene y mientras me daba a beber, colocando las almohadas, supe que mi tiempo se acababa. Tenía que hacerlo ya, merecía saber la verdad. Cogí pluma y papel y, no sin esfuerzo, comencé a escribir:

Queridísima Cristina:
Canaima. Venezuela
Le escribo esta carta ya que, lamentándolo muchísimo, creo que su carruaje no llegará a tiempo. Irene le ha entregado mi carta. Lo que  voy a escribir ha sido mi secreto durante toda mi vida y a vos, mi hija primogénita se lo quiero explicar.

Mi historia comienza cuando yo contaba con 15 años. Mi padre era capitán del Libertad, una gran nave de mercancía y pasajeros. Navegaba durante meses y luego volvía a Sevilla, nuestra ciudad natal, dónde le esperábamos mis hermanos y yo: Jorge, Miguel y Diego. Todos nosotros queríamos viajar con él, conocer mundo. No podían dejarme en tierra, así que finalmente conseguí enrolarme en una travesía y posterior estancia en las Américas.
Diego, que era mi hermano preferido, y yo pasamos semanas hablando sobre esa brillante aventura que íbamos a iniciar, apasionante y terrorífica a la vez. 

Partimos del puerto de Palos el 19 de septiembre de 1964. En el Libertad iban 54 marineros, 21 pasajeros y mercancía variada. Yo era la única mujer.

Durante el trayecto aprendí a pintar, a leer y a escribir aleccionada por Diego. Estudié geografía o economía pero lo más sorprendente fue que en un mundo tan reducido como era una nave aprendí más sobre la vida, el esfuerzo y el espíritu de trabajo que en cualquier otro lugar.

Tras 53 días de navegación desembarcamos en las costas de Venezuela dónde permaneceríamos durante años indefinidos.

Allí teníamos una casa pequeña pero acogedora. Constanza nos recibió. Lo primero que me sorprendió, de su raza desconocida para mí, fue su piel oscura o los extraños sonidos con los que conversaba con su hijo. Su piel era color canela, quemada por el sol y arrugada por la edad; sus ojos eran grandes, profundos y chocolate; su cabello largo, fuerte y aún oscuro.  Su coronilla apenas llegaba a mis hombros y su constitución era robusta. Era reservada y silenciosa. Amaba por encima de todo a su único hijo: Íñigo, que había nacido tras morir su marido.

Le conocí una mañana de octubre. Caminaba hacia las cuadras con aire desenfadado y una sonrisa burlona en sus labios. Una melena castaña caía tapando sus ojos miel. Llevaba el caballo del Padre Ramón. Bajé de mi yegua mientras sus ojos me atrapaban, unos ojos que gritaban en silencio. Se presentó sin sentirse acongojado por el hecho de nuestra diferencia social. En ese instante supe que era especial.

Me dolían las manos de escribir, no era capaz de ver bien. Mi cabeza recordaba aquellos momentos de mi vida y empecé a divagar cómo habría sido mi vida si la enfermedad no existiese. Recordé su música: eses sonido extraño y desconocido, rítmico y secreto. Una vez le pregunté y su única respuesta fue: sólo siente. Y lo hice, sí, sentí, sentí, sentí la música fluir en mi alma y empaparme. una lágrima plateada pujaba por escaparse de mi ojo, le obligué a quedarse. Al menos tengo la esperanza de que dentro de cada vez menos le volvería a ver. Me obligué a seguir escribiendo:

Entré en casa para conocer al Padre Ramón, íntimo de mi padre. Me confesó y se convirtió en una persona de confianza profunda. Mostró un gran interés por ayudarme en mi vida, resolviendo mis dudas de fe. 

Íñigo merodeaba constantemente por mi casa así que, sin razón alguna, un día empezamos a hablar. Veníamos de mundos casi opuestos y aún así me entendía. Hablábamos de sueños y anhelos, de lucha y de paz. Me contaba historias sobre los colonos, sobre cómo llegaron a estas tierras, sobre los indígenas y sus costumbres. Cuando tenía miedo me contaba historias fantásticas que siempre tenían un final feliz. 

Como un puzle me fue desvelando piezas de su alma, de su ser o de su historia. Su madre, Constanza, era natural de Venezuela pero su padre era un colono llegado del Reino de Castilla. Sus padres, se conocieron, se casaron y se amaron. Cuando su padre murió por una extraña enfermedad, su madre se hundió en la tristeza. No se volvió a casar. 

Un día de invierno, paseaba con Diego e Íñigo por el puerto. Mientras veíamos barcos zarpar escuchábamos al criollo hablar de su infancia. Entonces me miró y me di cuenta de una verdad que había tratado de tapar: estábamos loca e irrevocablemente enamorados.
Hablábamos de matrimonio, de futuro, pero no éramos tontos. ¿Un criollo esposo de la hija del Capitán Montoya? Imposible... Lágrimas de impotencia bañaban mis ojos verdes y se enredaban en mi melena dorada, cada vez más larga y rizada.

Mi padre decidió que era la hora de casarme y creyó encontrar al candidato adecuado en Hernando Jáuregui, un hombre honrado e hijo del coronel Jáuregui. Le dije que no me quería casar todavía y me dio tiempo.

Decidimos hablar con el Padre Ramón y él enseguida entendió nuestra situación. Tomamos una decisión arriesgada: nos permitiría casarnos y nos llevaría a otra ciudad cercana donde podríamos vivir juntos y humildemente.

Nos preguntó si nos amábamos y nos casó un dulce día de primavera: el 3 de marzo de 1965, a escondidas, por supuesto.

Marchamos una madrugada calurosa, marchamos hacia una nueva vida, un nuevo horizonte nos esperaba. 

Vivimos en un ambiente de profundo amor. Una mezcla de culturas se estaba cumpliendo, la integración. Nos era imposible entender en qué nos diferenciábamos: tenemos el mismo corazón, dos ojos, dos brazos, dos piernas, inquietudes internas, una necesidad de perfección y amor que dar. no había nada que nos pudiese separar, o eso creíamos...

Llegó la enfermedad. 34 días pasaron desde nuestra huída hasta que sus ojos dejaron de mirarme, sus manos de tocarme, su boca de hablarme. Se fue como era: fuerte, valiente y atrapándome con sus ojos. Yo llevaba su fruto, nuestro fruto de amor en mis entrañas.
Volví a mi casa, junto a mis hermanos y a mi padre. En contra de lo que pensé, la alegría de mi padre fue mayor que su ira. Nunca me preguntó dónde había estado y jamás lo había contado hasta ahora. 

Apenas dos semanas después mis segundas nupcias fueron celebradas y pasé a convertirme en la esposa del padre de tus hermanos. Hernando es un hombre bueno al que siempre he respetado y apreciado. Nuestra vida juntos ha sido feliz. Cuando apenas 8 meses después de casarnos naciste nadie imaginó que nuestra preciosa niña, de la que estábamos y estamos tan orgullosos fuese hija de Íñigo, un criollo.

Tu padre era mi alma gemela, me entendía completamente, como ningún otro ser humano.
Hija mía, perdóname. Sé que deberá habérselo contado antes, pero el miedo siempre me atenazó y este es el momento adecuado, ya no tengo nada que perder ni excusas que poner. Mi última petición es su silencio.

Recuerda siempre que el amor rompe barreras y supera todo. Una vez alguien me dijo: ama, ama mucho porque amar a un semejante es mirar el rostro de Dios.
Suya siempre,
Clara Dulce Montoya de Jáuregui.

Finalmente había acabado de escribir mi legado, mi historia y la historia de Íñigo, una historia de amar a un semejante.
Me tumbé delicadamente y cerré los ojos para descansar. El cansancio me aplastaba como un losa y me hundí, me hundí en el silencio. Estaba en un pozo oscuro, intenté llamar a Irene, decirle que tiene que darle la carta a Cristina. Pera yo no podía, estaba inmóvil y, de repente, dejé de sentir el dolor. Se iluminó todo y ya no estaba esclavizada, ya era libre. 

Me estaba esperando en nuestro hogar eterno.

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